lunes, 12 de octubre de 2015

Yo y mi alabardero suizo.

A lo largo de mi vida, desde que era pequeñajo hasta ahora, a la gente le ha cautivado mi manera de escribir. Me lo han dicho mucho y sinceramente, aunque no diga absolutamente nada, pueden disfrutar de mi lectura. A saber porque escribo sobre algo tan baladí. No merece la pena apostar porque no existe una respuesta, quizás es porque cada vez que escribo algo la gente me lo repite, quizás porque soy honesto y tengo ganas de haceros ver que no es para tanto, un poco de musicalidad aquí y allá, melodía y compases en prosa. O quizás por demostrar que da igual lo que trate o las pautas que me salte, que va a seguir gustando.

Pero vamos a ver, yo a veces miro atrás, ojeo textos viejos y no me falta nada para caer de culo con la carcajada. <Terrible  mierda la que me salió aquel día ¿en qué cojones estaría pensando?>, en los míos no, eso desde luego. Padezco tendencias de esas que siempre me han resultado abominables porque no le echo lo que le tengo que echar a lo de verdad. Y hablo de abandonarme a la soledad del novelista (o si a caso a la romántica y decadente soledad del novelista), de echarle horas y días y meses y años y más y más conjunciones, así hasta el fin de los tiempos. O lo más probable, hasta que se me acaben las ideas, las ganas o las comas. Entonces cubro el cupo con este ninguneo falaz cubierto por la gloria de la RAE y un oportuno diccionario de sinónimos. Posmodernismo, autoayuda elegante de falsos filósofos, altanería léxica de best seller, de esa que jamás recogerían los grandes, los de verdad, si no la de el registro fútil del lector de a pie, ese que busca magia en lo obsceno y el calor de la muchedumbre abriéndose paso desde la ignorancia hasta la resignación. Supongo que no sirvo para codearme con sus doncellas de porcelana, frágiles y engalanadas con maquillajes y sedas, pero todas salidas de algún almacén de Beijing.

Las pasadas navidades conocí a alguien, uno de esos genios que parecen resplandecer. Con sus cosas raras, sus mil anécdotas, sus miles de lecturas y su basto mundo. No es que hablásemos mucho, a mi me fue suficiente con sus decenas de referencias culturales, las cuales salían sin esfuerzo de su cabeza y, por su puesto, con su capacidad para desprender cultura en su vocabulario a la vez que me decía,<ey, tío>, de un modo brutalmente coloquial y cercano. Sí, un hombre de más de 70 años, estudioso de la lengua y de su literatura, un enorme escritor. Parece ser que no suele tomarse esas confianzas con a penas nadie, o sólo con quienes considera sus iguales, no en términos de género, raza o especie, si no de sensibilidad para la literatura. Obviamente, con eso, cualquiera se arriesga a crecerse más de la cuenta. Supongo que no fui menos que nadie en ese sentido y tome mi parte. Pero sé que ese reconocimiento me vino directamente de lo que a él le sobraba. Desgastado por la ausencia del éxito, porque gente como yo, o que se dedica a embaucar de la misma forma que yo lo hago, se come todas las sopas de letras, publican, ganan, venden. Y no, a él no le interesa vender, como tampoco a mi, pero no es menos cierto que el hecho de que mis textos tengan más posibilidades que los suyos radiografía a una sociedad que no va a ninguna parte. Yo nunca seré un best seller, eso no es un drama. Él nunca podrá abrirse al mundo, con lo mucho que tiene para dar, eso sí que lo es.

No escribe para las masas, esa chica que ves en el paseo leyendo su novelita de Zafón o de Etxebarría no está capacitada para someterse al exuberante y rico cáliz de pensamientos, análisis e imágenes que pueda brotar de sus ensayos. Y no es culpable de eso. La tristeza no está condicionada por la maldad de la plebe, si no por la impotencia de saber que lo único que puede romper la maldición es también aquello a lo que está más inmunizada.

Cada vez que alguien me dice que esto se me da bien menos motivos encuentro para escribir nada. Aislarme, encerrarme y considerar la trama como sangre por mis venas, olvidarme de vivir por una pasión que no tengo, simplemente por concluir que se lo debo a alguien.

Monté una estantería para libros, fui un dandi, aunque sólo de refilón, bebí de la amarga pulpa del reconocimiento, el único reconocimiento que sirve de algo, el de aquel que nunca conocerá nadie. Me pregunto si me habrá mencionado en alguna de sus tertulias con intelectuales, si me habrá leído desde entonces, si todo esto sustituye a los elogios perecederos de gente que, por los inauditos desmanes de la ignorancia, decapitan mis ilusiones al venerar (o venerear) toda la mierda que cago por cagar, sin haber comido nada, sin tener nada que decir.

No hace falta valor para ser un Bukowski, un Coelho o menstruar un Principito.

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